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Opinión
Por Enrique Valiente Noailles
Para LA NACION
¿Qué se lee, más allá de lo político, del ataque repudiable que sufrió Alicia Kirchner por parte de algunos vándalos en Santa Cruz? Lo que se ve a trasluz es que no hay ya un modelo monopólico de uso de la fuerza, sino una extensión generalizada de su uso a cada uno que tiene algo para reclamar.
Es como si el Estado hubiera tomado de su propia medicina. Da la impresión de que vivimos en una sociedad trans-jurídica, donde las diferencias se dirimen más allá de la ley, por la fuerza física, al mejor estilo del modelo simiesco-sindical de San Vicente, o del modelo barrabrava que se juega la jefatura a balazos. Antes parecía que esta modalidad estaba restringida a pocos grupos, de panza y ambiciones pecuniarias prominentes, a la vez que de baja educación, pero ya no. Lo que hoy se ve es una generalización de ese estilo, consentida por el Estado, y su extensión a un número cada vez mayor de gente.
Para acceder a ese status privilegiado, en el que uno opera a los empellones, basta con tener algún deseo insatisfecho. Tener algo por lo cual protestar valida todo. Se trata de un viraje hacia un modelo de organización social netamente infantil: cada insatisfacción propia desata un escándalo caprichoso, muchas veces violento, e invasivo del derecho de los demás. Es el modelo emocional con que operan los niños, cuando no tienen aún la posibilidad de comprender que una convivencia se construye con lo que se resigna de lo propio y lo que se respeta de los demás. La vieja noción de que el derecho propio termina donde comienza el derecho de los demás está desdibujada.
El derecho propio no termina aquí en ningún lado preciso, y el derecho de los demás, tampoco. Estamos perdiendo de a poco la facultad jurídica y, en particular, la madurez emocional de dirimir las diferencias y los reclamos por los canales establecidos para ello, es decir, por canales institucionales. El modelo patotero no puede seguir siendo rentable en nuestra sociedad, como todavía ocurre, ni en el fútbol, ni en la calle, ni en los hospitales, ni en la universidad, ni en el atril presidencial. El país necesita delinear umbrales mucho más precisos de convivencia mutua.








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