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La teoría del infiltrado: La irracionalidad K ante los problemas, nos involucra a todos
Si usted anda buscando una solución para cualquier problema, yo le recomendaría que se compre un infiltrado. Es facilísimo: con un infiltrado usted puede echarle la culpa a Dios por el granizo o puede culpar a su mujer --cuando va al supermercado-- y no a la inflación, por el elevado costo de vida. El infiltrado, en pocas palabras, irrumpirá en su vida para aligerar la carga de sus culpas y errores.
ROSENDO FRAGA (h)BAHÍA BLANCA (La Nueva Provincia).- La teoría del infiltrado llegó un buen día para quedarse y sigue más vigente que nunca. Hay infiltrados en el INDEC, en las manifestaciones contra el gobierno, en las aulas, los hospitales, en el Congreso, en la especulación financiera, en
También, por supuesto, hubo infiltrados en la suerte de escrache que sufrió la ministra Alicia Kirchner en Santa Cruz (de hecho, esa declaración motivó este artículo); a nadie del gobierno se le ocurrió pensar que tal vez, en Santa Cruz y como están actualmente las cosas, tan sólo llamarse Kirchner puede ser motivo para que a uno lo miren feo.
Ellos están siempre ahí, a la espera, bajo las sombras de un poder que se cierne sobre el pueblo, para abrirle las puertas nuevamente a la oligarquía ganadera (este es sólo uno de los numerosos enemigos que destinan parte de su presupuesto para financiar infiltrados); ellos también obligaron a un trastornado a que se subiese a un camión para matar la casa del presidente (ya que nadie se encontraba dentro): el hombre estaba desequilibrado, el camión volcó torpemente y la oscura idea de un plan para matar al presidente perdió casi todo sustento. Sin embargo, oficialmente, hubo un plan para matar al presidente.
Un caso emblemático de la teoría del infiltrado es el del grupo Quebracho. En un principio denunció tener infiltrados en sus marchas, que realizaban desmanes para desprestigiar al movimiento y favorecer al gobierno (de hecho, su líder siempre parece estar preso por un error burocrático); al tiempo, el grupo terminó tan copado de infiltrados que ahora los mete en marchas y protestas ajenas para perjudicar al Gobierno; también fue famoso el "policía federal con lanzallamas" que quemó a Raúl Castells, quitándole su barba a lo Marx: para él la presencia fantástica de un lanzallamas resultaba más factible que la posibilidad de que un descuido de su propia gente lo hubiese acercado estéticamente más a Porcel que a Marx.
Los infiltrados parecen tener una tecnología que envidiaría cualquier servicio de inteligencia del Primer Mundo: en cuestión de segundos, movilizan inexplicablemente a miles de personas. No se sabe cómo lo hacen, pero logran sacar a la gente de sus casas u oficinas y ponerlas en la calle para insultar al poder que sinceramente aman. De hecho, por qué no, habría también un infiltrado extranjero dentro de los infiltrados nacionales para robar esta fabulosa tecnología. (Como ya habrán notado, que la teoría del infiltrado se parezca mucho a la paranoia generalmente es intencional).
El infiltrado realiza su accionar desestabilizador con un objetivo claramente político, y ese parece ser el problema: de la noche a la mañana, y de manera inexplicable, la intencionalidad política en una protesta se volvió mala palabra. Protestar para exigir un cambio político o la remoción de cúpulas ancestrales en el poder es inaceptable; protestar para no morir de hambre vaya y pase (siempre y cuando no hayan infiltrados que terminen quitando legitimidad al reclamo que exige... no morirse de hambre).
Los desestabilizadores, además, creen tanto en su causa que son capaces de lastimarse a sí mismos para conseguir el tan temido objetivo político, como dejó en claro el ministro del Interior la semana pasada con sus "docentes que se autohirieron" (y que luego contradijo, fiel a su costumbre). Hay que ser justos y reconocer que no lo hace a propósito: a muy temprana edad yo también supe darme cuenta que era mucho más fácil tratar al profesor de matemáticas como un infiltrado --cuyo único objetivo era martirizarme-- que admitir mi propia e innata torpeza en el asunto.
Pero también me di cuenta, con el correr de los años, que no importaba cuán convencido yo estaba de su maldad y de sus deseos expresos de arruinarme las vacaciones y la vida: siguió estando ahí, cada mañana, durante quince años. Y de manera francamente misteriosa, un buen día, afronté el problema y el problema terminó: tuve la última clase de matemáticas, corté mi relación con Pitágoras y seguí adelante con mi vida.
Sí, es cierto. Entre un chico de 8 años y un gobierno hay una enorme diferencia: mi manera de justificar irracionalmente los problemas --con suerte-- sólo me involucra a mí mismo; en el caso de un gobierno, los involucrados se cuentan por millones.








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